martes

la suerte de las palabras



«¿Qué hago aquí al pie de una palabra / que no se deja decir? /

Inútil perseguirla, ella sabe / que su única casa es ella misma»
Juan Gelman, Mundar.



La muerte debe ser un lugar donde van a parar todas aquellas palabras que no decimos. “Quiero más”, “Andá vos, yo no voy”, “Tengo miedo”, “tu silencio me lastima”, “dejame sola” , “no puedo ayudarte hoy”. Me temo que las palabras encuentran su lugar en esa frontera entre lo que somos y deseamos ser, y si resulta que esa frontera queda en la muerte, allá las veremos, atadas unas a otras, imprudentes y emancipadas del flujo negro a la que las sometimos en vida.
“Hasta acá llego”, “me siento sola”, “eso no lo permito”, "hoy tengo ganas de verte": Esperan crudas las palabras en la muerte para que las tomemos cuando no hay nada que perder. Y así “te extraño” en la muerte, es un dolor de garganta en la vida, una angina que tardó días en curarse. “Me revienta que hagas como si no pasara nada” es un nudo en el estómago, una bala alojada en el centro del pecho, una explosión de llanto. “¿sabes? no me la aguanto, yo no subo ahí” es en la vida un estertor, una puntada en el corazón. “Te amo pero me lastimaste” es una espuma espesa en la boca, una náusea que sube, que se arquea dentro como mil demonios que parecen acomodarse cuando, en vez de darle voz, los soplamos para adentro. Así, un día, caminando por el pasillo de lo definitivo, la encontraremos. Y hartas las palabras de pedir cauce, nos dejaran pasar a través. No nos pedirán nada. Solo sentiremos la inquietud y el sabor amargo y rancio de la saliva cuando rumiamos el lenguaje en silencio. Y sed, sentiremos mucha sed para siempre.

miércoles

circe



mi primera contraseña
de mi primer correo

de mi primera computadora
fue Circe
quizá no tenga que explicar
¿o sí?

da igual ahora
que ya el viaje me atraviesa
y me da nombre
semilla de samuhú
hija del aire
tubércula
arenera
amante
de los gerundios
en los que se permanece
alegremente
camino al mar

jueves

Buscando a Quiroga

Me acunará la siesta misionera, Horacio. Iré tras tus pasos de  cuentista enloquecido. Buscaré tu casa en la espesura. A donde el padre volvió solo, sin el hijo. Te veneraré por hachero del regodeo intelectual. Iré a la selva a buscarte, Horacio. Y me arrodillaré frente a la palabra agreste, para agradecerte el camino que has abierto a fuerza y a delirio en mí.





Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga. 



I - Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.
Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.


miércoles

"¿Cómo hacer que el mar entero quede en calma 
desde el mar? 

Viento de un verano eterno 
enredando el hilo blanco 

Ciego resplandor de enero 
tejiendo de nuevo el manto 

Vengo a ser la sal, las piedras, 
a nacer de oleaje y algas 

¡Vengo a amanecer! 
A despertar el día 
lento..."




sábado

Mirando el verano desde el invierno





Quiero ser el verano. Quiero transformar la escarcha en médanos y perderme en el sol. Acariciar la trama de un vestido liviano y violeta. Quiero caminar descalza sobre una arena que me copie y hacer chirriar los dedos contra esa espesura brillosa y marina. Quiero que el agua que viene de arriba sea un alivio, que haya tormenta corta, refrescante, auspiciosa. Quiero ser un cielo primero y abierto, donde solo haya una línea donde bajen los barcos y nos recuerden lo redondo del mundo. Quiero sentarme y que el tiempo pase como el viento enfrente mío; que el paisaje sea todo lo que tenga al alcance. Quiero respirar profundo el aire tibio que deja el sol de las seis de la tarde. Quiero el cobre, el azul, el dorado de la piel caliente. Quiero la música del verano. Quiero a mis ojotas como único calzado posible. Quiero tocar una pared caliente y pasar mi mano hasta que se termine en una enredadera rugosa y verde. Quiero madrugada de verano, cielo negro salpicado por esas concreciones que son las estrellas y una corriente que venga de algún punto de la casa, para decirme que el viento nocturno es la canción de cuna del amor y de los niños desvelados. Quiero que me pique la nariz en un bostezo de citronella, que allá a lo lejos hayan prendido un fuego que me llegue en forma de apetito por el balcón. Quiero levantarme otro día, respirar profundo, que todo sea verano afuera. Que me posea el verano, que haga de mí lo que quiera, que me transforme en cuerpo cetrino y liviano. Quiero que mi alma sea cobre. 
Quiero decir enero con todas sus letras. Enero. Quiero tomar enero, servirme enero, respirar enero, jadear enero. Quiero ser el verano, quiero ser ahí donde los caminos son más cortos, las palabras son más llenas y los cuerpos son más exactos. Quiero ser la sal: eso que es anterior a mí y que me sobrevivirá como elemento sagrado. 

Mi cuerpo concebido en el verano me llama. Me promete tereré, me espanta el resfrío, me cura de los silencios del invierno que son, como los silencios de Perséfone, los silencios de la tierra infértil y sin sol.



martes

diario

Odio mi calefón
lo odio tanto 
como odio la vez siete que se apaga
como odio el piso frío
como odio la gota que baja del omóplato hasta la espalda
en segundos ralentizados
por aquello de la relatividad del tiempo
como odio los dientes de mi gata
cuando odio
como odio su afilada manera de hacerme saber
como odio las esperas
como odio las colas
como odio mis cordones
los verbos mal conjugados

odio los murciélagos como amo los libros nuevos
tanto como amo los puntos cardinales
como amo los vestidos
como el café con leche, amo
como amo el crepitar de cualquier fuego
como amo el sol
y su olor, el sol
como amo la espuma
del mate
como amo los horizontes de las ventanas
como amo las aromáticas
de cualquier camino
como amo los bordes
de las ciudades
como amo 
las hamacas
como amo las excepciones
de todas las reglas

miércoles

201

“A esta Paraná de poca monta le sobran cielos” dije.

Y es que son siglos de ceibos que no caben donde me voy. A vos que te prendés del pelo, te sigo con la mirada, Paraná castaña. Sos un mundo minúsculo de calles que terminan en jacarandaes suicidas que cortan caminos de cara al río. No puedo sacarte de mi cabello, te dije, Paraná verdusca y malhablada. Si te desbordan azules, ciudad absurda, y mi bicicleta los guarda en cajitas de ombú que aún conservo.
Me llevo tu llanto de sauce, tu guarida de media tarde. Tu recuerdo de mar. Me llevo tu deriva en esta valija llena de esquinas que suelo ser cuando me voy.
Cuando pregunten no podré hablar de vos. Y un nudo en la garganta me trenzará la palabra. Diré apenas que sos un camino sinuoso y azul.
 Y que llorás agudo, para no morir.






Con la boca cerrada, bajo el agua,
viene el túnel hundido cual lampalagua
cuando salga a la orilla paranaense,
entraremos al pulso de la corriente.
(y en el colmo del colmo su geometría.
asomada a los techos la lejanía).

voces de agua



ciudades dentro de ciudades dentro de ciudades 
cuencas, arroyos, bordes, grietas 
saltos de agua

Tuyucuá
hilos, tajamares, lagunas
peces
paraná, biguá, mba'erâ

sauces, cursos, jangadas 
maderas troncos deriva
ciudades fuera de ciudades
esperan
el agua
que viene de arriba pero no del cielo
del arriba que barre
del arriba
que se lleva puesto
todo a su paso
peces, aves, silencios
maderas troncos deriva
golondrina vientre remanso
canción
gurí
y todo
agua marrón
que busca el mar

y un cauce

viernes

lo que sí

ensayo
mi movimiento
la pereza
el sexo
el signo
el arrebato
lo que sí
palpita
en mis cortinas recién lavadas
chupo
la naranja 
dejando que el jugo vaya
a donde quiera
que el ácido corroa 
y limpie
y termine
en esta boca
que es mía
que es de ciudad 
de peces
que respiran
la certeza
del cuerpo
lo que sí
vive
y ve
lo que la sombra alumbra
en un cuerpo nuevo como noticia

jueves

Lo que queda del amor

Lo que queda del amor es una estufa rota. Un libro a medio dedicar. Una taza sin nombre y  sin asas. Una canción doliente. Ya todas las poesías y todas las músicas del mundo hablan de lo que queda del amor, pero yo necesito hablar de lo que quedó del nuestro. Porque es un hueco acá en medio de mi pecho, que antes era puente. Ya no te amo, es cierto. Pero alguna vez fuiste mi brazo, mi mano, mi pie, mi amor de adulta. Y te lo dije mientras te dejaba  y tu dolor me robaba todas las palabras.
Pero mi dolor no fue. Era, pero no fue. No podía ser dolor, no podía ser llanto. No podía andar como vos, por la calle y a los gritos diciendo que me dolía el amor. Que el amor me tajeaba la cara como el frío. Mi dolor no valía. Mi dolor fue de domingo. De agujero a las siete de la tarde. Mi dolor fue mudo y solo. Como correspondía. Como dicen que corresponde.
Hoy que junto tus cosas para que alguien te las lleve por mí, pienso en todo. En la obsolescencia de estos objetos. En estos libros secos, en estas dedicatorias extintas.  
En esta bolsa no caben muchas cosas. Los amigos ya optaron por ser tuyos y lo acepté con una obediencia mansa y silenciosa.  A mi silencio lo llenaron de hijaputez, porque así dicen que es el silencio: otorgador de cosas y de sentidos. Lo que queda del amor es algo seco, innecesario. En la bolsa meto esquirlas de una colisión, un dolor injusto, de una tristeza larga que no me suelta.
Y meto rabia.
Miro la bolsa como una elipsis. Meto un mensaje de silencio que dice que esperaba recuerdos tibios que hablaran de quiénes fuimos. Que hablaran de los verdaderos, de los dos que sanaron, de los que aprendieron y amaron y multiplicaron y construyeron y que ahora habitan en otros amores, diferentes y hermosos. Pero no hay nada en este dolor arrinconado que hable de nosotros. Pienso y lloro y me despido llorando un llanto viejo y tarde. Me abrazo a la Mariana que te quiso tanto y lloro. Pienso que es injusto y mezquino para el amor del mundo que lo que quede de ese amor sea esto.
Yo lo suelto sin odio y con la ilusión de que Lavoisier tenga razón. Y este amor se transforme en pan o en libros, o en una canción de cuna para los niños solos.





domingo

el sentido circular

Encuentro un papel en el fondo de un bolso viejo. Está amarillo y parece lejano, como todo lo amarillo.

“Cuando no estás mirando, son ondas de posibilidad.
Cuando estás mirando, son partículas de experiencia” 
Dice.
Y es mi letra.  Lo tomo en mis manos e intento recordar el momento en que lo escribí. Eso no es mío. “De algún lado lo copié” me digo. Estaba en un bolso de viaje que no uso desde hace un año y medio. Ese bolso me llevó a trabajar a los lugares más inhóspitos, en soledad y acompañada. Quizá miraba la ruta cuando lo anoté, quizá fuera la frase de una película, o de una tarjeta de navidad. Tal vez lo saqué de una revista. No recuerdo el momento de haberlo guardado. Ni por qué tenía sentido en ese momento.
Dándole lugar al asombro, me guardo el papel confiando en aquello que no sé ni sabré nunca. “…Son partículas de experiencia” digo en voz alta, en el esfuerzo de entender un poco más. Comprendo que ese papel viene a decirme algo. Lo conservo. Quizá no tenga sentido todavía. O ya lo haya perdido.

O quizá un día, sin más, lo vea escrito en una pared desconocida que me sostiene el pelo, mientras amo.  Y entienda todo allí, mirando, maravillada de experiencia.

sábado

La latencia de la acción




La latencia de la acción. Aquello que todavía no sucede, pero está allí, como río de fondo, corriendo. La latencia. Aquello para lo que he nacido y escribo. La luna negra de la latencia. El bajofondo de la vida. La certeza más allá de esta palabra. “El silencio desde donde la música es posible”. Lo que late, lo que nutre como hiedra que viste a mi espalda. El hidden track que me nombra despacio. Un sinfín de posibilidades cuánticas que ya están sucediendo en otra casa, igual a la mía. El suelo que pisás. Las concurrencias. Lo que todavía no sé pero conozco. Tus ojos llenos de gente.



La latencia por la que escribo, que se parece al minuto antes de una tormenta, o de una nueva vida, o de una explosión. El instante en el que sobreviene el olor hermoso de las lluvias y los alvéolos se llenan de verde aire. Ese segundo en el que las ciudades se paran con sus taxis llenos de gente a medio ir. En el que se ensordece todo y el suspenso te duele en la piel como duele el frío o el amor. Lo latente me convoca con la fuerza de los mares, de las norias y los barcos a escribir y a enviar lo que escribo en un mensaje de silencio, por si algún día lo escuchás al otro lado de la música.

miércoles

Encontrarlo a Cortázar


“Queremos encontrarlo a Cortázar” dijo la chica que estaba adelante mío en la librería. Era una peruana y se llevó todos los libros de que pudo. Buenos Aires estaba más gótica que nunca y todos huían hacia los cafés y las librerías del centro. Yo también huía, pero de mi crisis creativa. Era yo entonces un papel en blanco asustado y cansado. Me hubiera gustado decirle a la chica que lo encontraría en los libros, sí, pero también en la ciudad doliente y en la congoja del domingo a las siete. El librero no le dijo nada, pero de Cortázar, estoy segura, todos hubiéramos sido amigos. Creo que a todos nos tendría que haber abrazado Cortázar alguna vez. Con sus brazos de orangután y su olor a naftalina. Yo deseé un abrazo de él toda la vida. Hundir mi nariz en su camisa, como se hunden las narices en las camisas de los padres, y sentirme escondida en su dimensión de árbol añoso. No compartí el mundo terrenal con él nunca, ni lo cruzaré en la Rue de Vaugirard jamás. Siempre sentiré soledad de Cortázar, aunque lo lea, lo relea y lo llore como se llora a los amigos o a la orfandad. Porque debajo de su mandala, bien al fondo de su escritura, está la certeza de que todavía tiene cosas para decirnos. Y yo lo espero siempre en la ciudad en la que él desee aparecer.

domingo

la escritura urgente





Supe leer y escribir antes de saber atarme los cordones. No tiene origen, no lo recuerdo. Con los años he abordado a la conclusión maravillosa de que todo aquello que yo pueda escribir me habla de una que existe más allá de mí. Y entonces hay momentos en donde las palabras parecen haberse rebelado. No salen o se agolpan, parecen feas e impropias y a una le da la sensación de que no es capaz de decir nada bellamente. Se sienta una, mira la pantalla, convoca a los de siempre. Y nada. Una sabe que hay algo allí viviendo tímidamente dentro y entonces insiste. Una palabra, dos, tres. Una oración, quizá. Completita. Y nada. No hay nada allí. Abandona una la tarea, que es dolorosa, la infertilidad nos frustra, todas las veces que sucede.

De repente un movimiento en la cortina, una frase del noticiero o un rostro en una foto vieja, hacen la magia. Como un rayo se corta el tiempo y empieza otro, en el que un aluvión de mensajes  se abre paso hacia un texto, a veces amorfo, a veces perfecto, pero siempre incontrolable. Y parecen lava las palabras. Son masa ardiente que estaba en movimiento dentro de nosotros y que anidaba allí sin tener sentido aparente que le correspondiera.  
Así el texto es una urgencia, una comezón que hay que atender porque así se curan los dolores. Bastan esos movimientos milimétricos del mundo para que suceda, y nos deje, al fin, con la liviandad y el estupor que viene siempre después del amor.

La sal

[Tendrá información de los orígenes
me llevará a un tiempo en el que fui un pescador irlandés
o una hija de marinero, que espera en el muelle
algo que nunca llega

La piel recibe a la sal como parte de ella
como elemento nativo
me abro a la sal y al viento como mujer enamorada
ahí estoy
siendo 
presente, aquí
ahora, el mar
que me devuelve a la vida
a la que soy debajo de mí]


Conversación previa al eclipse




 —No existimos...

—¿Ah, no? ¿Y qué es esto? ¿Qué es? ¿Te estoy imaginado acaso? Todo esto que pasamos... todo... para mí será muy bueno, siempre me voy a acordar de vos, de esto...

—No, no puedo pensar en eso, no existimos.

—Vos te estás volviendo loca...

—Puede ser...  [Mientras, en el  mismo lugar, pero adentro]: ...Cada tanto me pongo a pensar en los puentes que tendemos, en lo bien que suspendemos el riesgo en una cama llena de significados. También a veces pienso que soy tu espejo, y que no estoy enamorada de vos (un poco porque no lo estoy verdaderamente, y otro poco por autoconservación). Nunca te he dicho, asumo que a este punto ya lo sabés, que nada de esto será cierto, nunca. Nunca. Nadie hablará de nosotros, querido.  No nos resignificarán parientes, ni nos darán sentido los amigos en una mesa de fin de año. Nunca me esperarás en un café un día de lluvia ni yo llegaré con un paraguas violeta y agua en las botas a decirte que te quiero. Tampoco hablaremos de asuntos del futuro, ni nos pensaremos juntos en otras latitudes. No comeremos chocolate mientras afuera haga frío. No seremos vos y yo para nadie, ni una maleta, ni un chop suey qué rico te sale, ni una foto. Mis zapatos estarán acá, debajo de mi cama, que dormirán horizontales a media hora de distancia de la tuya, siempre.

miércoles

el mar




Es un misterio. Sospecho que lo que siento por el mar no tiene correlato con algún tipo de palabra que alguna vez se haya inventado. Sólo se explica por el silencio. Y ese silencio que deja abiertas tantas explicaciones como sean posibles, a veces se puede llenar con un poco de “ah... hhhh...” “zzzzzzzz” “fffffffffffff”o simplemente “mjm”. No tiene sentido, en absoluto. Y tampoco tiene sentido todo lo que yo pueda escribir aquí sobre el mar. El intento de hacerlo está movido porque no he podido dejar de soñar con paisajes marinos desde hace mucho tiempo. Es el sueño que tengo casi todas las noches. Insiste. A veces estoy caminando en la orilla y la marea es tranquila. Otras tantas me enfrento al infinito del agua con olas monstruosas. El mar es oscuro, con un montón de secretos en lo profundo, con un montón de cosas que no sé y con la certeza de que nunca las podré ver. Porque ese mundo en movimiento que es el mar está más allá de mí, colocado justamente en esa inmensidad soberbia que no me quiere revelar, y yo no se lo exijo, porque está bien, porque soy esta que está acá, sin ese poder abrumador de arrastrar cosas. Porque puede él como nadie moverse con la luna y entenderla. Y yo apenas lo miro acercarse y alejarse en sincronía con el cielo. Yo que no soy nadie.
Pero en los sueños, en la mayoría de ellos, siempre estoy yendo hacia el mar. Es un ir ansioso. Lleno de ganas por verlo y concretar ese vendaval que es para mí la contemplación. Me estoy preparando para ir al mar siempre, con mis ojos ávidos de él, con la necesidad de sentir el aire áspero y violento de las costas. Y de que mi cuerpo cambie y la piel se vuelva amigable y salina y mi pelo se llene de nudos.
Y el caso es que en los veranos, cuando la ida al mar es concreta, mi cuerpo explota y la calma viene de a poco a medida que pasan los días y yo puedo mirarlo y reconocerlo una vez más. Porque me subyuga su poder y lo veo rugir frente a mí inalcanzable y resuelto. Y querer seducirlo es tan imposible que lo hago una y otra y otra vez. “Soñé todo el año con vos” y voy a seguir soñando cuando me vuelva a la ciudad. 
Regreso siempre con la sensación de no haberme podido despedir. No sé qué se hace en realidad. No sé cómo administrar estas ganas que después voy a tener, cómo guardarme hasta el último aire marino en la mochila. (Porque después de todo sé que los recuerdos que tengo del mar durante el año no son del todo lúcidos, no siento su olor, ni su sonido). Y el año lleno de obligaciones no es más que un letargo, una espera, hasta que regrese a él y vuelva a ser esa que tanto me gusta. 
Sé que todo esto no describió en absoluto lo que siento por el mar. Dudo que algún día pueda hacerlo. Quizá hasta estas palabras ya tengan otro sentido cuando ponga el punto final de este texto y el agua y el tiempo las haya arrastrado. El mar es eso.

domingo

Lazy Sunday



Abrir el archivo que dice “Tesis 4”. Observar alrededor. Mirar hacia el sur a través de la ventana. Preguntarme qué estarán por construir allí, donde una mole de hormigón se levanta a ritmos acelerados los días de semana. Ver la quietud del edificio desplumado un domingo como hoy, sin obreros y sin vida. Preparar el mate. Tener miles de segundos el ojo congelado en la espuma que deja el primer chorro de agua. Regresar al a computadora. Buscar una receta de pasta frola. Recordar que hay harina integral.  
Encontrar como un tesoro brillando al fondo de la red, un texto de una mujer hermosa, esposa de Eloy Martinez. Dice que el periodismo narrativo tiene su propio origen, sin herencias norteamericanas, y que hay un libro que se llama “De la invención de la crónica”, que promete ser maravilloso. Darme cuenta que me arden los dedos por seguir escribiendo, citarla, ponerlo en la tesis.
Seguir con la receta de la pasta frola. Dos huevos, aceite en vez de manteca, porque no hay. Dulce de membrillo con un poquito de licor. La masa es como una pasta. La acaricio, la moldeo, pienso en la vida, en su metáfora. En lo poco que me gustaba cocinar últimamente. En lo mucho que me vuelve a gustar ahora. En lo que significa la comida, en mi madre.
Seguir escribiendo, mientras todo queda en suspenso en la cocina. Mirar a la gata. Poner en una playlist que se llama “Lazy Sunday”. Sonreír. Darme cuenta que acabo de inventar un verbo. Ebullicionar. Lo  escribí con la seguridad de los mejores. Ebullicionar. Para decir qué la puse. Si no existe habrá que inventarlo, es muy bueno.
Minimizar el archivo “Tesis 4”. Abrir el mail de la directora, donde me dice que no puedo poner a García Márquez a la altura de Leila Guerriero. Por las edades, supongo.
Ver en la bandeja de entrada que marcado como “no leído” hay un mail de Rosa Montero donde me dice que si no consigo el libro suyo que ando buscando, ella me lo manda por correo. Sonreír. Tener ganas de contarle que ayer leí un capitulo de “La loca de la casa” que ya había leído antes, pero no había entendido, porque era muy joven y porque el amor todavía era cosa simple y sujeta.
Seguir con la pastafrola, darme cuenta que la harina integral es más oscura de lo que pensaba. Pensar en los panes negros de los que habla mi abuela cuando habla del peronismo y su aversión por ello y en las masitas que compró la Tata en la esquina donde vio pasar a Evita, y su amor por ello.  Escuchar el silencio que dejó la playlist y disfrutar el silencio. Qué lindo. La soledad. Qué linda cuando es linda.
Meter todo en el horno y regresar a la computadora. Incluir una cita que no tiene nada que ver, pero que me gusta. Querer escribirle un mail a mi directora diciéndole emocionada que encontré el quid de la cuestión. Que creo que lo tengo. Abrir un documento nuevo. Ponerle “Lazy Sunday”, y comenzar escribiendo: abrir el archivo que dice “Tesis 4”.

fresco

es tu amor en la tierra, mi amor

son los pájaros
estoy nueva toda yo
esperando las flores que me trae tu cuerpo
las promesas
el sol
la rueda
la carne
los leños
la raíz
 
estoy acá aprendiendo el devenir
de este viaje
de este hogar
que existe en algún lugar
donde es posible lo nuevo 

miércoles

Sin editar

Hoy lloré sentada en la falda de mi mamá. Y ella lloró desgarrándose el corazón. Las mujeres de mi familia estamos en crisis. Destrabar los nudos fundantes que nos trajeron hasta aquí no será fácil. Le digo a mi madre que todo va a estar bien, que las ausencias irán poco a poco transformándose en fuentes de agua clara que le insuflarán vida. Que yo seré su sostén si lo necesita. Me pide perdón y la perdono. La abrazo más fuerte y le digo que ahora estamos acá, que yo estoy, que ella está. Que podremos hacer algo con eso y que allá adelante hay algo mejor. Ya no sé si hacer a un lado mi angustia para ayudarla porque ahora mi angustia y la suya son una. La uso para abrazarla desde ese hueco negro que siento. Estoy desgarrada y lo uso para llegar hasta su cara que se aprieta ahora sobre mi pecho. Todavía no puedo ver nada claro allá adelante. Todavía soy una madeja, como ella. Dejo que me atraviese el dolor y confío en él. Llegaremos a algún lado. Por ahora somos una sola cosa de tristeza cruda. Cosas nuevas vendrán para todas. Mañana.

viernes

el amor

Mientras escribo vos estás bañandote. Y cambio las sábanas por unas nuevas, de algodón, frescas y limpias para que te sientas suave mientras dormís. Y relojeo el calefón para que no se te apague, porque hace frío y a mi calefón le ha dado por rebelarse cuando empezó el otoño. Y pienso en decirte "gracias" cuando salgas. "Gracias por quedarte conmigo en estos días en que la muerte nos rodea, gracias por dormir conmigo y hacerme sentir que todo estará bien si me quedo en ese abrazo nutriente". Escucho que terminás de bañarte y me apuro a preparar una comida con lo que tengo, con lo que puedo. Quiero que nunca te pase nada malo. Quiero guardarte del odio de los hombres, ser mejor, cuidarte de una tormenta. Si alguna vez pensé en el amor, pensé en vos sin saberlo.

sábado

Una ciudad de anaqueles

Foto de Seba Arcoba
Entro a la biblioteca buscando un libro. No me acuerdo del nombre, ni del autor. Sólo recuerdo que tenía un cuento que hablaba de un sueño y de una puerta. Y una mujer que salía de su habitación y entraba en el sueño de un tipo. Y viceversa. Creo que era de Asimov, o de Bradbury, pero hablaba de una puerta, seguro. De otras dimensiones. La señorita que atiende me suelta una sonrisa mientras espero que la memoria no me falle de nuevo. Dice que me espera, que piense tranquila, que tengo todos esos anaqueles alrededor para recorrer y encontrar mi libro.

Adentrarse en una biblioteca suele ser algo mágico para los que sentimos cierto afecto por los libros y las historias. Uno siente un poco del frío propio de los edificios públicos, la brisa incesante pero inidentificable de las iglesias. Aunque esto es diferente: quizá por la madera que prevalece o por los libros que la habitan, la biblioteca es anfitriona y sugerente.

Lo primero es el silencio. El sonido es dejado atrás a medida que se avanza por el paisaje cercado por mesas extensas que huelen a cuero o a ropa nueva. Entonces uno se percata de que atravesar las puertas de la biblioteca significa también cambiar de estado: las voces son susurros, los movimientos del cuerpo, laxos y el tiempo se altera acompañando el ritmo de los que leen.
Los volúmenes varían de texturas y colores todo alrededor formando un paisaje multicromático que bien podría ser un crepúsculo. A esta sensación de estar en una ciudad dentro de otra se le suma el aroma a papel, a libro nuevo, a libro viejo por descubrir.
Todos aquí lucen como en suspenso. Pienso en las formas diversas y casi inmediatas que hoy tenemos de acceder a todo lo que está escrito. Me asombro de lo simultáneo, del autor desconocido que “googleo” instantáneamente, de lo hipertextual que es mi vida desde que Internet me acompaña, mientras la muchacha que atiende, en su afán de orientar mi búsqueda y advirtiendo mi gesto irresuelto, me dice “de acá para allá tenés las novelas de autores argentinos, acá las latinoamericanas y todo ese anaquel que ves a la derecha es de biografías”. Recorro visualmente el espacio y me detengo en cada vitrina. Sigo con mi dedo cada lomo numerado advirtiendo la linealidad de este universo donde los libros se dejan clasificar. Uno a uno los anaqueles agrupan y presentan todos los modos de entender el mundo: aquí las novelas febriles, allá los cuentos, la poesía minúscula y la ambiciosa, la ciencia ficción hacia el fondo y los ensayos en el rincón.
Dije antes que el tiempo es otro aquí dentro. Quizá esa inmensidad de libros que rodean es la prueba del infinito. Y del temor a él. Todos esos volúmenes etiquetados y ordenados no son más que la vana pero válida intención de querer guardar el tiempo, de acumularlo y dominarlo de una vez aunque más no sea en nuestras humildes imaginaciones.

Mientras redondeo miles de hipótesis que probablemente no lleguen siquiera a refutarse, el mundo de la biblioteca sigue sucediendo a mi alrededor a su ritmo particular e insólito. Detengo mi atención en la señora de seño fruncido que acaba de entrar y de entablar un diálogo fugaz con la empleada. Parece que no tiene apuro, porque una vez concluida la conversación camina despacio con las manos detrás mientras acusa con la mirada cada uno de los lomos de la vitrina donde los libros de Cortázar se aprietan con los de Céline.

—Ese no sale, señora. Ese es para leer acá.

Y la mujer toma un Rayuela añejo con sus dos manos y se aleja. Lo revisa, lo abre y deja pasar las hojas con rapidez desde el pulgar de su mano. Parece que huele lo que sale del libro mientras se le vuela el flequillo. Aspira mientras el soplo del libro sale. La cara se transforma lentamente en un rostro manso, en sincronía con las hojas que deja pasar una y otra vez. Cierra los ojos y pasan velozmente el capítulo 73, el 1, el 2, el 116, el 3, como si de allí saliera París, el Pont des Arts, La Maga, Oliveira, un hotel de la rue Valette, Four o´clock drag. La señora cierra el libro, acaricia el lomo como se acaricia un pequeño gato, vuelve a colocarlo en su lugar y se va.

El tiempo es, además, circular en este salón. Las personas llegan, recorren, se marean. Luego algunos se sientan sin intenciones de permanecer a hojear el libro que han venido a buscar o el que les sorprendió haber encontrado, pasan por el mostrador y hacen una firma impaciente para luego salir por la puerta principal libro en mano dándole lugar a los otros que vienen a completar el mismo círculo de búsqueda y placer. Porque es eso: placer. Una especie de impaciencia mística la que genera tomar el libro con las manos una vez que hemos seguido esa línea imaginaria entre los estantes y nos adelantamos leyendo en su contratapa un bocado de la historia, un resumen que alguien decidió poner allí para nuestra expectativa. Y después el prólogo, la brevísima biografía del autor en la solapa, la dedicatoria y luego la primera frase de la historia. No sé si todos echaremos mano del mismo método, pero un libro que comienza con las palabras “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados” será, probablemente y cuando menos, un libro inolvidable.

A estas alturas yo pienso que no encontraré la historia que estoy buscando. Que me subyugará este salón, esta ciudad de libros que yo creía obsoleta y moribunda y que sin embargo está repleta de gente en constante movimiento. Que tendré que quedarme con la idea de que lo que busco es en realidad una sensación, un estado que me provocó alguna vez una historia que ni sé si existe. Quizá todos los que estamos en este lugar busquemos algo parecido. A mi alrededor hay seres inmiscuidos en vaya a saber qué aventuras o mundos. De brazos cruzados, de mentón en la mesa, de libro cerrado y suspiro. Hay quienes continúan buscando, como yo, algo que no sabemos siquiera si está allí o si alguien lo escribió alguna vez.
Cada tanto el silencio es interrumpido por el sonido de una puerta que se abre hacia afuera, por los pasos de un niño que apenas llega se arrodilla como una rana en la sección infantiles. Por la voz frágil de una señora que pide el diario de hoy para leer mientras le recuerda a la empleada que vive sola, a pocas cuadras y que dejó el perro atado en la puerta.

— ¿Y? ¿Te gustó? —le dice la empleada a cada lector que devuelve su libro en el mostrador.

Algunos regresan con emociones resueltas -se los ve caminar a tranco largo con el ejemplar en alto como muestra de su buena elección- otros los devuelven incómodos, desencajados, preguntándose por qué el atrevimiento de llevarse a casa un Nietzsche o un Freud.
Detengo finalmente mi recorrido eligiendo una novela uruguaya. Me voy pensando en la sorpresa de este lugar fuera del tiempo. Aquí viene la gente cuando está en la ciudad de afuera, acá en este sinfín de compendios numerados abrigados por la madera. Aquí se busca uno, se detiene, se abruma por la cantidad de palabras escritas que de algún modo han intentado explicar la vida o de embellecerla. “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma” repito en mi cabeza, como si Borges estuviera allí, asintiendo.