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Foto de Seba Arcoba |
Entro a la biblioteca buscando un libro. No me acuerdo del nombre, ni del autor. Sólo recuerdo que tenía un cuento que hablaba de un sueño y de una puerta. Y una mujer que salía de su habitación y entraba en el sueño de un tipo. Y viceversa. Creo que era de Asimov, o de Bradbury, pero hablaba de una puerta, seguro. De otras dimensiones. La señorita que atiende me suelta una sonrisa mientras espero que la memoria no me falle de nuevo. Dice que me espera, que piense tranquila, que tengo todos esos anaqueles alrededor para recorrer y encontrar mi libro.
Adentrarse en una biblioteca suele ser algo mágico para los que sentimos cierto afecto por los libros y las historias. Uno siente un poco del frío propio de los edificios públicos, la brisa incesante pero inidentificable de las iglesias. Aunque esto es diferente: quizá por la madera que prevalece o por los libros que la habitan, la biblioteca es anfitriona y sugerente.
Lo primero es el silencio. El sonido es dejado atrás a medida que se avanza por el paisaje cercado por mesas extensas que huelen a cuero o a ropa nueva. Entonces uno se percata de que atravesar las puertas de la biblioteca significa también cambiar de estado: las voces son susurros, los movimientos del cuerpo, laxos y el tiempo se altera acompañando el ritmo de los que leen.
Los volúmenes varían de texturas y colores todo alrededor formando un paisaje multicromático que bien podría ser un crepúsculo. A esta sensación de estar en una ciudad dentro de otra se le suma el aroma a papel, a libro nuevo, a libro viejo por descubrir.
Todos aquí lucen como en suspenso. Pienso en las formas diversas y casi inmediatas que hoy tenemos de acceder a todo lo que está escrito. Me asombro de lo simultáneo, del autor desconocido que “googleo” instantáneamente, de lo hipertextual que es mi vida desde que Internet me acompaña, mientras la muchacha que atiende, en su afán de orientar mi búsqueda y advirtiendo mi gesto irresuelto, me dice “de acá para allá tenés las novelas de autores argentinos, acá las latinoamericanas y todo ese anaquel que ves a la derecha es de biografías”. Recorro visualmente el espacio y me detengo en cada vitrina. Sigo con mi dedo cada lomo numerado advirtiendo la linealidad de este universo donde los libros se dejan clasificar. Uno a uno los anaqueles agrupan y presentan todos los modos de entender el mundo: aquí las novelas febriles, allá los cuentos, la poesía minúscula y la ambiciosa, la ciencia ficción hacia el fondo y los ensayos en el rincón.
Dije antes que el tiempo es otro aquí dentro. Quizá esa inmensidad de libros que rodean es la prueba del infinito. Y del temor a él. Todos esos volúmenes etiquetados y ordenados no son más que la vana pero válida intención de querer guardar el tiempo, de acumularlo y dominarlo de una vez aunque más no sea en nuestras humildes imaginaciones.
Mientras redondeo miles de hipótesis que probablemente no lleguen siquiera a refutarse, el mundo de la biblioteca sigue sucediendo a mi alrededor a su ritmo particular e insólito. Detengo mi atención en la señora de seño fruncido que acaba de entrar y de entablar un diálogo fugaz con la empleada. Parece que no tiene apuro, porque una vez concluida la conversación camina despacio con las manos detrás mientras acusa con la mirada cada uno de los lomos de la vitrina donde los libros de Cortázar se aprietan con los de Céline.
—Ese no sale, señora. Ese es para leer acá.
Y la mujer toma un Rayuela añejo con sus dos manos y se aleja. Lo revisa, lo abre y deja pasar las hojas con rapidez desde el pulgar de su mano. Parece que huele lo que sale del libro mientras se le vuela el flequillo. Aspira mientras el soplo del libro sale. La cara se transforma lentamente en un rostro manso, en sincronía con las hojas que deja pasar una y otra vez. Cierra los ojos y pasan velozmente el capítulo 73, el 1, el 2, el 116, el 3, como si de allí saliera París, el Pont des Arts, La Maga, Oliveira, un hotel de la rue Valette, Four o´clock drag. La señora cierra el libro, acaricia el lomo como se acaricia un pequeño gato, vuelve a colocarlo en su lugar y se va.
El tiempo es, además, circular en este salón. Las personas llegan, recorren, se marean. Luego algunos se sientan sin intenciones de permanecer a hojear el libro que han venido a buscar o el que les sorprendió haber encontrado, pasan por el mostrador y hacen una firma impaciente para luego salir por la puerta principal libro en mano dándole lugar a los otros que vienen a completar el mismo círculo de búsqueda y placer. Porque es eso: placer. Una especie de impaciencia mística la que genera tomar el libro con las manos una vez que hemos seguido esa línea imaginaria entre los estantes y nos adelantamos leyendo en su contratapa un bocado de la historia, un resumen que alguien decidió poner allí para nuestra expectativa. Y después el prólogo, la brevísima biografía del autor en la solapa, la dedicatoria y luego la primera frase de la historia. No sé si todos echaremos mano del mismo método, pero un libro que comienza con las palabras “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados” será, probablemente y cuando menos, un libro inolvidable.
A estas alturas yo pienso que no encontraré la historia que estoy buscando. Que me subyugará este salón, esta ciudad de libros que yo creía obsoleta y moribunda y que sin embargo está repleta de gente en constante movimiento. Que tendré que quedarme con la idea de que lo que busco es en realidad una sensación, un estado que me provocó alguna vez una historia que ni sé si existe. Quizá todos los que estamos en este lugar busquemos algo parecido. A mi alrededor hay seres inmiscuidos en vaya a saber qué aventuras o mundos. De brazos cruzados, de mentón en la mesa, de libro cerrado y suspiro. Hay quienes continúan buscando, como yo, algo que no sabemos siquiera si está allí o si alguien lo escribió alguna vez.
Cada tanto el silencio es interrumpido por el sonido de una puerta que se abre hacia afuera, por los pasos de un niño que apenas llega se arrodilla como una rana en la sección infantiles. Por la voz frágil de una señora que pide el diario de hoy para leer mientras le recuerda a la empleada que vive sola, a pocas cuadras y que dejó el perro atado en la puerta.
— ¿Y? ¿Te gustó? —le dice la empleada a cada lector que devuelve su libro en el mostrador.
Algunos regresan con emociones resueltas -se los ve caminar a tranco largo con el ejemplar en alto como muestra de su buena elección- otros los devuelven incómodos, desencajados, preguntándose por qué el atrevimiento de llevarse a casa un Nietzsche o un Freud.
Detengo finalmente mi recorrido eligiendo una novela uruguaya. Me voy pensando en la sorpresa de este lugar fuera del tiempo. Aquí viene la gente cuando está en la ciudad de afuera, acá en este sinfín de compendios numerados abrigados por la madera. Aquí se busca uno, se detiene, se abruma por la cantidad de palabras escritas que de algún modo han intentado explicar la vida o de embellecerla. “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma” repito en mi cabeza, como si Borges estuviera allí, asintiendo.