miércoles

Encontrarlo a Cortázar


“Queremos encontrarlo a Cortázar” dijo la chica que estaba adelante mío en la librería. Era una peruana y se llevó todos los libros de que pudo. Buenos Aires estaba más gótica que nunca y todos huían hacia los cafés y las librerías del centro. Yo también huía, pero de mi crisis creativa. Era yo entonces un papel en blanco asustado y cansado. Me hubiera gustado decirle a la chica que lo encontraría en los libros, sí, pero también en la ciudad doliente y en la congoja del domingo a las siete. El librero no le dijo nada, pero de Cortázar, estoy segura, todos hubiéramos sido amigos. Creo que a todos nos tendría que haber abrazado Cortázar alguna vez. Con sus brazos de orangután y su olor a naftalina. Yo deseé un abrazo de él toda la vida. Hundir mi nariz en su camisa, como se hunden las narices en las camisas de los padres, y sentirme escondida en su dimensión de árbol añoso. No compartí el mundo terrenal con él nunca, ni lo cruzaré en la Rue de Vaugirard jamás. Siempre sentiré soledad de Cortázar, aunque lo lea, lo relea y lo llore como se llora a los amigos o a la orfandad. Porque debajo de su mandala, bien al fondo de su escritura, está la certeza de que todavía tiene cosas para decirnos. Y yo lo espero siempre en la ciudad en la que él desee aparecer.