"No te corro ni al colectivo" le dije a Emma, convencida de mi incapacidad de levantar velocidad con mis piernas. Estuve por muchos años convencida de que correr no era para mí. Que mi cuerpo rechazaba "naturalmente" ese estado en movimiento. "Puedo bailar, andar en bici, hacer piruetas en el piso, lo que quieras, pero correr, no". Pasé casi toda mi vida haciendo de esa afirmación una parte constitutiva de mí. Nunca lo había intentado.
Una noche, cuando los síntomas de la ansiedad me reducían a permanecer en mi casa, decidí salir a caminar. Me daba miedo marearme, estar sola, cualquier cosa. Hice una vuelta, dos, tres. Mi cabeza era un laberinto (o un caracol, así lo explico mejor, un caracol que se retorcía hasta llevarme al punto ciego de la angustia) y mi cuerpo sólo lo acompañaba, por costumbre. Levanté la vista, éramos pocos los caminantes. Respiré hondo y casi sin pensar (cosa poco frecuente en esa época, porque todo pasaba por mi mente turbia y tramposa) puse un pie delante, luego el otro, levanté velocidad. Recordé los consejos de alguna profesora lejana "cuidar el impacto en el piso, mirar hacia adelante" y cuando quise recobrar el raciocinio, estaba corriendo. Corriendo, sí. Corriendo. El movimiento era constante, mis latidos se acompasaban al ritmo de mi cuerpo sobre la vereda. Y todo empezó, repentina y sorpresivamente, a ponerse en su lugar. Recordé a Murakami, a Forrest Gump, a Lola. Mis piernas se conectaron directamente con mi alma, todavía rota, y yo sentía que le insuflaban vida. Levanté la velocidad y vi la angustia quedarse detrás. Vi el miedo desvanecerse y me sentía como el viento sur, desarmando nubes al paso. Corriendo podía hacer cualquier cosa, una sensación de omnipotencia me invadió: no había nada que no pudiera transformar o dejar atrás si yo corría. Mi mente se sorprendió, mi cuerpo no. Mi cuerpo me decía que podía romper la inercia y traspasar el velo viscoso de la tristeza, de la muerte (que de a poco nos va oprimiendo el pecho y nos empuja hacia atrás con su mano pesada. O lo que es peor: nos detiene).
Corrí y mi sangre fluyó. Mi cuerpo entero se sincronizó con los árboles, con el aire que tomaba en cada respiración, con la tierra, con el latir imperceptible de un mundo que me había empezado a doler. Corrí rápido, me exorcicé. Y entendí el rompecabezas: un caracol que empezaba a tomar el camino inverso para encontrarse con la arena.
Con el viento sur y en pensamiento-deseo, traigo un cerro y sus senderos que, inicialmente, conducen a un mirador sobre el lago y luego lo abrazan como acantilado para ,finalmente, volver a mojarnos los pies unos pocos kilómetros después.
ResponderEliminarNos veo sincronizados, con el crujido de las hijas doradas del otoño como música de fondo, sonando en el anfiteatro itinerante que se genera entre la tierra y la suela de nuestras zapatillas.
Me veo corriendo a tu lado, por detrás o marcando el pulso si es necesario.
Te veo con esa sonrisa única estampada en el rostro. Felicidad que sólo emerge en el movimiento de los cuerpos, en las coordenadas justas y en el calor del encuentro.