“Mirá... ésta es la última vez, sombra desgraciada. Garabato de mí sin permiso. No voy a seguir buscándote. Me cansé... Ah, los zapatos te los podés dejar, sombrita sin importancia. Después de todo, no me hacés falta: mi lugar en la cama se ha ampliado enormemente y el café me dura más. No me interesa que el ascensor no me reconozca, he redescubierto las escaleras y puedo darme el lujo de subir los escalones pisando sólo los impares, sin tener que verte a vos jadeando de cansancio.
Me he acostumbrado, crepusculito nimio, a la liviandad.
Te habrás enamorado de algún caminante falto de nube negra. No me importa.
Que te garúe finito.
María Elena”
Le dejé la nota en la parada del colectivo. Esa esquina guardaba despedidas y cigarrillos sin terminar. El papel estuvo allí por dos días, luego desapareció. La vida sin mi sombra era incompleta, (pero dada su condición femenina, decidí parecer inquebrantable, como hacen los hombres sin alma a las mujeres en busca de). A los varios días, el portero de mi casa, luego de su habitual comentario acerca de mi delgadez con ojeras, me entregó una carta que alguien había dejado para mí en el buzón equivocado.
Una vez que salen de uno, los personajes se van como las sombras a pasear quién sabe por qué mundos.
A veces regresan, dispuestos a que continuemos con el cuento y a que sigamos garabateando formas de apresarlo.
A veces se van, como María Elena.
Estamos condenados a esperarlos.