viernes




Hoy compré verduras en el supermercado que está cerca de aquí. Pensaba, mientras el señor de uñas onduladas me pesaba los tomates, que me hubiese gustado trabajar en una verdulería.


“¿Cuántos kilos va a llevar, señorita?, ¿le corto medio repollo? Me hubiese satisfecho enormemente poner un zapallito al lado de otro de manera escalonada sobre las góndolas. Si trabajara en una verdulería sabría que la felicidad está allí, en el mar viscoso de frutillas, que se deja penetrar por mis manos y se escurre por arenas y jugos rojos.
Andaría por la verdulería a tientas, sosteniendo un pomelo rosado con mis dos manos de uñas onduladas y aspirando hasta la última generosidad de su acidez. Con las yemas recorrería el pelotón de duraznos. Haría descansar mi nariz sobre el nivel de pelusas que bien simulan el atardecer. Pondría las uvas negras y blancas justo al lado. 



Sé que encontraría  millones de  maneras de combinar los colores. Que pondría las calabazas de cuello largo todas juntas.
Sé que sgregaría  un par de ciruelas cuando vengas a comprar medio kilo.
Y que te miraría  mientras agarrás el vuelto y te vas.