«¿Qué hago aquí al pie de una palabra / que no se deja decir? /
Inútil perseguirla, ella sabe / que su única casa es ella misma»
Juan Gelman, Mundar.
La muerte debe ser un lugar donde van a parar todas aquellas palabras que no decimos. “Quiero más”, “Andá vos, yo no voy”, “Tengo miedo”, “tu silencio me lastima”, “dejame sola” , “no puedo ayudarte hoy”. Me temo que las palabras encuentran su lugar en esa frontera entre lo que somos y deseamos ser, y si resulta que esa frontera queda en la muerte, allá las veremos, atadas unas a otras, imprudentes y emancipadas del flujo negro a la que las sometimos en vida.
“Hasta acá llego”, “me siento sola”, “eso no lo permito”, "hoy tengo ganas de verte": Esperan crudas las palabras en la muerte para que las tomemos cuando no hay nada que perder. Y así “te extraño” en la muerte, es un dolor de garganta en la vida, una angina que tardó días en curarse. “Me revienta que hagas como si no pasara nada” es un nudo en el estómago, una bala alojada en el centro del pecho, una explosión de llanto. “¿sabes? no me la aguanto, yo no subo ahí” es en la vida un estertor, una puntada en el corazón. “Te amo pero me lastimaste” es una espuma espesa en la boca, una náusea que sube, que se arquea dentro como mil demonios que parecen acomodarse cuando, en vez de darle voz, los soplamos para adentro. Así, un día, caminando por el pasillo de lo definitivo, la encontraremos. Y hartas las palabras de pedir cauce, nos dejaran pasar a través. No nos pedirán nada. Solo sentiremos la inquietud y el sabor amargo y rancio de la saliva cuando rumiamos el lenguaje en silencio. Y sed, sentiremos mucha sed para siempre.