Quiero
ser el verano. Quiero transformar la escarcha en médanos y perderme en el sol.
Acariciar la trama de un vestido liviano y violeta. Quiero caminar descalza
sobre una arena que me copie y hacer chirriar los dedos contra esa espesura
brillosa y marina. Quiero que el agua que viene de arriba sea un alivio, que
haya tormenta corta, refrescante, auspiciosa. Quiero ser un cielo primero y
abierto, donde solo haya una línea donde bajen los barcos y nos recuerden lo
redondo del mundo. Quiero sentarme y que el tiempo pase como el viento enfrente
mío; que el paisaje sea todo lo que tenga al alcance. Quiero respirar profundo
el aire tibio que deja el sol de las seis de la tarde. Quiero el cobre, el
azul, el dorado de la piel caliente. Quiero la música del verano. Quiero a mis
ojotas como único calzado posible. Quiero tocar una pared caliente y pasar mi
mano hasta que se termine en una enredadera rugosa y verde. Quiero madrugada de
verano, cielo negro salpicado por esas concreciones que son las estrellas y una
corriente que venga de algún punto de la casa, para decirme que el viento
nocturno es la canción de cuna del amor y de los niños desvelados. Quiero que
me pique la nariz en un bostezo de citronella, que allá a lo lejos hayan
prendido un fuego que me llegue en forma de apetito por el balcón. Quiero
levantarme otro día, respirar profundo, que todo sea verano afuera. Que me
posea el verano, que haga de mí lo que quiera, que me transforme en cuerpo
cetrino y liviano. Quiero que mi alma sea cobre.
Quiero decir enero con todas
sus letras. Enero. Quiero tomar enero, servirme enero, respirar enero, jadear
enero. Quiero ser el verano, quiero ser ahí donde los caminos son más cortos, las
palabras son más llenas y los cuerpos son más exactos. Quiero ser la sal: eso que es anterior a mí y que me sobrevivirá como elemento sagrado.