Supe leer y escribir antes de saber atarme los cordones. No
tiene origen, no lo recuerdo. Con los años he abordado a la conclusión
maravillosa de que todo aquello que yo pueda escribir me habla de una que existe más allá
de mí. Y entonces hay momentos en donde las palabras parecen haberse rebelado. No
salen o se agolpan, parecen feas e impropias y a una le da la sensación de que
no es capaz de decir nada bellamente. Se sienta una, mira la pantalla, convoca
a los de siempre. Y nada. Una sabe que hay algo allí viviendo tímidamente
dentro y entonces insiste. Una palabra, dos, tres. Una oración, quizá.
Completita. Y nada. No hay nada allí. Abandona una la tarea, que es dolorosa, la infertilidad nos frustra, todas las veces que sucede.
De repente un movimiento
en la cortina, una frase del noticiero o un rostro en una foto vieja, hacen la
magia. Como un rayo se corta el tiempo y empieza otro, en el que un aluvión de mensajes se abre paso hacia un texto, a veces amorfo,
a veces perfecto, pero siempre incontrolable. Y parecen lava las palabras. Son
masa ardiente que estaba en movimiento dentro de nosotros y que anidaba allí
sin tener sentido aparente que le correspondiera.
Así el texto es una urgencia, una comezón que hay que atender
porque así se curan los dolores. Bastan esos movimientos milimétricos del mundo
para que suceda, y nos deje, al fin, con la liviandad y el estupor que
viene siempre después del amor.