martes

No sólo Montaner es feliz

Sí, claro, que no es permanente. Que la felicidad es un montoncito, una actitud, un segundo, un momento. Que esa paparruchada de “ser feliz para siempre” no sólo no es cierta, sino que nos opaca aquello que realmente existe o sucede. Pequeños fragmentos del día, de la noche (o de la vida, según la escala) que nos arrullan el estómago y nos dejan plenos, como una tarde al sol. Y para no olvidarme, me encuentro inventariando todos esos minúsculos momentos. Si resignificándolos resulta que me parece felices, entonces lo fueron. Aunque mientras duraban, mientras duraron, mientras duran, yo no lo pueda, ni lo pude ver con esa claridad.

Así que el desayuno de mi abuela en la cama; cuando la señorita Soledad apareció por esa puerta; cuando encontré Inventario de Benedetti tirado en el lavadero de mi tía, y supe que ese era un camino que empezaba; cuando Julieta trajo junto con su nacimiento una guitarra para mí; el preciso momento en que la pileta anaranjada comenzaba a llenarse; cuando sostuve en mis manos mi primera planta de jazmín; cuando mi hermana Ana me regaló un alcancía producto de sus propias manos; las dedicatorias de los libros que me regala mi padre; cuando conocí el mar; un cartel que decía “sorpresa!” sobre mi cama, escondiendo un libro de Alejandra Pizarnik; el clasificado que decía “casa de tres dormitorios”; la foto de mi mamá en una playa de San Clemente; cuando caminé Isla Negra; cuando canto “Zamba de usted” con la Cris; el momento en que conocí a mis hermanos, que venían de otros mundos; el balcón de tu casa a la noche; cuando mi voz se entregó en la última frase de una vidala; cuando bailamos cumbia con Juliana hasta que nos sentimos morir; cuando mi bicicleta acarició la ruta y el viento me dominó el cuerpo; el momento en que nos reímos hasta el dolor en Villa Urquiza; cuando me acompañabas a la plaza a escribir; cuando le cantábamos a la plantas del abuelo para que crecieran; cuando me diste la noticia de que podías pronunciar las erres; cuando nos trajeron las cuchetas y las veíamos flamantes en un flete mágico; cuando mi mamá era el “muñeco asesino” y nos perseguía por la casa; la cortina de Abrapalabra; las coincidencias en la ciudad; el momento en que vi a la pequeña Ana, llena de pulgas acurrucándose nueva y cachorra en un sillón; cuando mi papá me dice “Ma”; la escena en que Kim baila en la nieve que Edward provoca; cuando descubrí a los cronopios y a su creador; el momento único previo a la tormenta; las siestas en la terraza devorando historias; el rato que paso tomando café con leche; cuando mi mamá me dice te quiero en un mensaje de texto; el llanto fingido con Camila; cuando escucho la voz de Jorge Drexler en una canción; cuando cocino y me espera una copa de vino detrás; cuando me llegó tu mensaje cortazariano a la madrugada diciendome que te ibas a colgar un cartel para que te reconociera; cuando mi papá me esperó con flores en la parada del colectivo; cuando mis primas me dejaron poner los patines; cuando mi abuelo me compró una bicicleta amarilla; el momento en que recibí un libro inesperado; cuando la Tata me contó su historia; el mate con menta del abuelo Coco en el galpón; encontrar esa estancia mágica en San Marcos; el piano de Luciana a la noche; los silencios, únicos silencios de los abrazos; la facturita con crema pastelera de la colonia de vacaciones; mi ventana de la casa nueva, llena de lluvia; el té de hierbas que me preparabas; Liliana Herrero sobre el escenario; el camino que hice con el caballo en Potrerillos; cuando el insulto se convirtió en qué me importa; el guiso de lentejas de mi abuela; cuando te escuché cantar; cuando descubrí que mi hermano era zurdo como yo; cuando aprobé matemáticas y supe que mi destino quedaba en la dirección opuesta; cuando encontré ese mail en la bandeja de entrada; cuando las peñas del coro se convierten en noches largas; Chopin llegado en el momento justo; cuando me descalzo; cuando al final del día me encuentro con tu sueño; cuando estrenaron en el cine Romeo y Julieta; cuando aprobé Investigación; cuando supe que además de Eva, pudo haber existido Lilith; esa vez que coincidimos; cuando encontré la película que estaba buscando sin el cartel de “alquilada”; cuando la flaca vino a visitarnos y acuñamos a “Polerín”; cuando brindamos por la casa nueva; cuando el café está listo y me llegan noticias tuyas, son, en dosis o porciones arbitrarias, pequeños reductos por donde la felicidad se asoma y sobrevive.