jueves

la casa de mi abuela




Mi abuela venderá su casa. Hay un cartel en el frente que la ofrece al que haga la mejor oferta. El cartel tiene un teléfono y es el teléfono de mi abuela. Me quedo pensando en qué significa esa casa y probablemente ese lugar no sea geográfico ni pueda ubicarse por el Google Earth. En esa casa estrené uno de mis primeros llantos, cuando apenas tenía días de llegada. Mi madre me confió en esos brazos, en esos abuelos felices y enrarecidos conmigo.

Recuerdo que, cuando mis viejos se separaron, esa casa era, además, el encuentro con mi papá. Aún si él no estaba, estaban sus cosas: una habitación, una pandereta, un vaso de Boca, un certificado que decía “facultad de ciencias de la educación”, su perfume de adolescente solitario.

Esa casa tiene un living, como todas las casas, pero en ese hay luz, una luz distinta, con una imagen de mí despatarrada mirando telemúsica y ranking 26 mientras que un vaguito (que después terminó cantando en una publicidad de jabón en polvo) anunciaba el puesto número uno y decía que era só pra contrariar.

Hay una vereda también, que debe guardar las marcas de mi bicicleta y algunas pintitas de mi sangre.

Siguiendo hacia adentro, la casa tiene un comedor que fue testigo de mis personajes ridículos, como “la china” o “la embarazada payaso”. En ese comedor me descontrolé jugando al Mario Bros y escribí mi primer diario íntimo cuando cumplí nueve.

En la cocina, que le sigue al comedor, tomé sopa caliente con pancitos adentro. Y le cociné la última comida a mi abuelo, antes de que se me fuera. Hay un grabador en esa cocina, un poco más moderno ahora, con el que escuchábamos Rodrigo a todo volumen cuando se murió y bailamos con mi hermana y la abuela a los saltos y a los gritos, como exorcizándonos de la muerte y provocándola por obscena y mala.

Uno de los lugares más importantes de la casa es el patio, sin dudas. Hay una pared de jazmines que será por los años de los años el recuerdo sensorial más fuerte que tendré. Todos los objetos que habitan ese patio tienen la mano de mi abuelo como marca indeleble: los canteros, la churrasquera techada, la hamaca del galpón que en días hábiles dormía atada sobre un clavito en la pared y una estatuilla de un Jesucristo manco.

Todo ese patio se proyecta hoy en mí como escenario principal de la niñez. En el verano había una pileta anaranjada que era para nosotras el paraíso, el punto de llegada de un año de escuela, lo merecido. En el cielo de ese patio se veían más estrellas a la noche que en mi casa. Y el recuerdo que tengo de esa imagen está atravesado por un alambre lleno de brochecitos para la ropa. Eran parte del cielo, porque nunca dejaban de estar allí.

En ese patio había almuerzos, un fuentón lleno de agua para chapalear y dibujitos pintados con témpera o bolitas de plastilina. Había una hamaca paraguaya, improvisada por abuelo, que la ataba a dos columnas con nuditos irreplicables.

Aún puedo sentir el sabor de los maníes tostados que abuela hacía para nosotras, mientras nos ayudaba a armar una carpita de frazadas y sillas para guarecernos de la siesta fría. Ahí: la abuela, mi hermana y yo arropadas y riendo. Nada malo podía pasar.

Había un lugar en la casa que se denominó espontáneamente “el costado”. Es una especie de salón de usos múltiples (ahora existen palabras con onda para nombrarlo) con un tablón largísimo, un tocadiscos, un par de sillones y todos mis cassettes. Ahí abuelo me enseñaba matemáticas y yo no aprendía.

Abajo del tablón me escondí a los cuatro años, una siesta de mayo, a tocar una guitarrita que me habían regalado con el cuento de que la hermanita me la había traído de la panza. Como mi madre estaba ocupada con la nueva, yo lloré mi pena rasgando la guitarrita durante horas, hasta que me salió sangre del pulgar.

El costado fue fondo de foto de todos los cumpleaños de la familia, de varias navidades y de muchos años nuevos. Ahí festejé el cumpleaños al que no fue nadie y yo lloré toda la tarde, mirando la decoración con globos largos y una muñeca en la torta, que compartimos con mi hermana y mi papá mientras mi abuela servía chocolate.

Me cuesta pensar que ese espacio no estará más para nosotros. Para mí. Habrá otros lugares, sin dudas, que ocuparé y celebraré, pero esa casa me tiene a mí ahí dentro. Me sentiré desarraigada de infancia, de juventud. Sentiré que ahí queda mi abuelo, mi origen, el sol del patio. Ahí se quedará mi hermana cuando era pequeña, las rebeldías, la creación. El amor de mi abuela a la mañana y el olor a incienso de las cosas de mi papá.

Lo dejaré ir, como se dejan ir los amores. Será otra cosa ese espacio, lo transformarán, como yo me transformo todos los días. Sería injusto pedirle otra cosa.

lunes

imprevisto

Qué se yo qué fue eso. Si un soplo del dios que no conozco ni me conoce, si un verso de juanele hecho río o un paisaje de la ventana que da a una plaza con niños y perros. No sé si tendré que guardarlo en el anecdotario o si lo llamaré misterio a secas. Lo cierto es que la semana subió como montaña rusa, me dio los crujientes alegres del otoño y me guardó para después todos los chocolates que quiero en un cajón. El devenir tuvo por fin un pedacito de empiria que huele a café y a ropa que se seca al sol.




Sea lo que sea que haya sido: si la vida se abre así, inesperada y llena de pájaros, si la vida es, de un momento a otro, la fugacidad de un abrazo cálido y una noche con ínfulas de crepúsculo en mi pieza, yo me quiero quedar en ella.

A por ello

Lucía y el sexo- Julio Medem
Será que no me puedo contentar. Será que me duele el mundo y tengo que hacer estos viajes intergalácticos hacia el fondo de la música para raspar un poco de magia, para amar lo que queda. El cuerpo mío que no para de pedir arrebato y rebelión contra la muerte y me transformo a cada rato para recibir estímulos sonoros y fraseos que subliman, yo sé que subliman.
Leo poesía, la escucho en bocas distintas. Me provocan y me enamoro de todas.
Traspolo los deseos en esta proyección que me activa quién sabe qué cosa. Sueño, sueño todo el tiempo que estoy ahí, que son ciertas mis ganas, que todo sucede. 
¿Qué quiero?
Estoy empezando a pensar que es más fácil concretarlo que saberlo.
A por ello, entonces.

Que la fuerza esté contigo

Ya está, ya está. Si yo le dije que no nos viéramos más, que no me escribiera. Ya está, listo. Dejo el celular en la mesa y me olvido, me olvido.

Aunque sea un “estoypensando” o “estoypensando en vos...” no, no. Encima con puntos suspensivos, no. No seas kamikaze.

Un “hola”.
Qué te pasa, nena, un hola se parece más a un llamado de auxilio que a una frase resuelta. Y si es eso, un hola, nada más, estoy pensando en vos (ahí va de nuevo) y nada. Sólo tengo ganas de volver a tener la posibilidad de escribirte y que esa posibilidad incluya a la vez la sopresa de que me podés escribir vos en el momento menos pensado. Qué lindo eso.

No, tampoco.

Pero un miércoles, por ejemplo, dejaba de ser tedioso y en medio del ruido ese de la ciudad a las seis me llegaba un “hola” que, aunque ajustado, me suspendía el tiempo y me empujaba hacia otro, más frenético pero agradable, que me hacía olvidar de que todos nos íbamos a morir en algunos años y de que tenía que pagar la luz. Despues volvía, sí, como si nada. Seguía en mi condición de mortal, urbana y sudaca a lavar los platos y escribir noticias.

Entonces “Hola. Escribime para sacudirme un poco esta grela que es la vida diurna. Para contarme que estás deviniendo otra cosa y que te abruma lo mismo que a mí”.

No, eso es muy explícito. Y no acostumbro.

Dejo el teléfono ahora en el escritorio. Ya es de noche. Listo, un día más manejando la voluntad. Ya va a pasar.

Me acuesto pensando en todo lo que quiero decir. Me quedo con la pica. Qué feo es quedarse con la pica. Porque pica. Me pregunto cómo hacen los que toman decisiones y las sostienen. Cómo hacen las monjas, los que se casan, los que deciden escalar el aconcagua, los testigos de jehová que tienen que predicar el mismo verso todos los días de su vida. Me duele el cuerpo de pensarlo.

Juego con el teléfono mientras pongo veintiocho alarmas para el día siguiente. Mientras escribo, para acordarme: “mi gran problema es la fuerza de voluntad”. El dedo reacciona solo, apreta “enviar”. Y antes de volver a la realidad y poder fijarme a quién carajos le fue mi exabrupto, me llega un mensaje de “mamá cel” que dice “ya lo sé, hija, hasta mañana".